Escribir la Selva
Cuáles son los secretos para usar un diario de campo. Consejos de Horacio Quiroga.
Cualquier invitación a una salida de observación de aves recomienda traer los siguientes elementos: gorra, agua, repelente, protector solar, binoculares y cámara de ser posible y un anotador. De todas ésas, la última es la que siempre falta. De vez en cuando alguien olvida el repelente y termina comido por los mosquitos, o puede pasar que no lleven protector y al final del día tengan la piel de la cara roja y resquebrajada. Pero no es algo que pase todo el tiempo. Por el contrario, el anotador, un simple cuadernito de bolsillo, es algo que se ve muy pocas veces por no decir nunca, más raro que algunas aves errantes.
Si lo que uno quiere es dar cuenta de sus registros, tiene hoy en día dos herramientas básicas: las plataformas digitales de ciencia ciudadana (casi exclusivamente eBird, que te permite hacer listas de bichos vistos sin necesidad de cargar material) y las cámaras digitales. Hay observadores que no conciben salir sin llevar la cámara; pueden incluso faltar los binoculares, pero no la foto. Yo mismo no me di cuenta de lo mucho que dependía de la cámara hasta ahora, que la tengo en reparación.
Estos días sin la posibilidad de sacar fotos estuve reflexionando sobre esta otra actividad que es indispensable en mis paseos: tomar nota. Hace unos cuantos años los naturalistas tenían como únicas opciones el rifle o el anotador. Uno servía para tener el bicho en la mano, estático, palpable. El otro es el espacio del dibujito o, sobre todo, de la palabra. Por una cualidad casi mágica del lenguaje (la existencia de los verbos), la palabra nos permite, entre otras cosas, recrear secuencias cronológicas de movimientos —esto es: narrar—. Y la mayoría de las aves, como sabe cualquiera que haya intentado observarlas, tiene por costumbre moverse.
Ahora: aunque todos sabemos hablar al menos un idioma, escribir puede ser tan complicado como dibujar. Ambos ejercicios requieren técnica y observación. El mundo natural es caótico, inmenso, al mismo tiempo veloz y perezoso, a veces confuso, multifacético. Todo lo opuesto al ordenado, secuencial y diminuto mundo de la lengua. Recomiendo, primero, no agobiarse si los bocetos iniciales salen disparejos, desordenados, llenos de agujeros. Y segundo: ir a buscar a los que estuvieron haciendo eso mismo antes que nosotros.
Tenemos en Argentina, de hecho, dos grandes exponentes para arrancar: William Henry Hudson y Horacio Quiroga.
Apenas menos amigo del rifle que del lápiz, Quiroga fue un gran observador de la naturaleza y desarrolló su propia técnica para esto que podemos llamar “tomar nota”. Vivió la escritura como un trabajo, como un oficio técnico. No improvisaba: escribía siguiendo un programa, motivado a veces menos por sus propias búsquedas estéticas que por los medios en los que elegía publicar.
«Y a propósito: valdría la pena exponer un día esta particularidad mía [desorden] de no escribir sino incitado por la economía (…) Pero lo curioso es que escribiera yo por lo que fuere, mi prosa sería siempre la misma», confiesa Quiroga en una carta a Ezequiel Martínez Estrada.
Por eso, además de sus recordadísimos cuentos, redactó columnas para distintos diarios y revistas —como Mundo Argentino, Billiken y Caras y Caretas—, tanto sobre literatura como sobre la vida natural de Misiones. Entre ellos figuran, por ejemplo, los textos luego recopilados bajo el título De la vida de nuestros animales (Arca Editorial, 1977, Montevideo).
Esto lo descubrí hace poco: hay uno de esos artículos en el que Quiroga da indicaciones directas para adentrarse a escribir la naturaleza. “El urutaú”, texto publicado por Caras y Caretas en 1925, reconstruye el paisaje sonoro de los crepúsculos y las noches misioneras y, por supuesto, tiene como protagonista el «lamento convulsivo» de aquel pájaro nocturno. Pero los primeros párrafos no están dedicados ni a los sonidos ni al ave.
En su lugar, el artículo arranca con una anécdota. Por un tiempo, dice Quiroga, tuvo a su cargo un chico «nativo del mismo bosque» que se encargaba de relevar las trampas dispuestas en el monte la tarde anterior. Cuenta que se retrasaba más de lo necesario en esa tarea y cuando le preguntó por qué le tomaba tanto tiempo, el chico le respondió que estaba haciendo una “composición sobre la Naturaleza” para la escuela. Se da entonces la siguiente escena:
Pedíle su composición, que comenzaba más o menos en estos términos:
“Aprovechando la mañana de un hermoso día de estío, nos internamos en el bosque donde quedamos maravillados ante el paisaje que Natura nos ofrecía. Magníficas enredaderas cuajadas de perfumadas flores embalsamaban el aire. Los trinos y los gorjeos de infinidad de pajarillos de vistoso plumaje encantaban los oídos. Millares de mariposas a cual más bella...”
Era, en fin, la composición poética del perfecto escolar.
—Bien —le dije, devolviéndosela—. Es preciosa. ¿Hay entonces isipós con flores en el monte?
El muchacho quedó muy cortado.
—No señor —respondió.
—¿Millares de mariposas bellas, por lo menos?
—Tampoco...
—Y esos pajarillos que trinan y gorjean, ¿tampoco los viste?
—No, señor...
—Me alegro, —le dije entonces—, porque el hecho de que tú, nacido en el monte mismo, no hayas visto todo eso todavía, excusa el que no lo haya visto yo, en diez años apenas...
La famosa composición invita a leerse con tono afectado. Es abiertamente artificiosa. El que haya pasado por la selva misionera habrá encontrado frustradas, como Quiroga, las fantasías de una jungla paradisíaca repleta de fragancias, colores saturados y cantos melódicos. Aún más en San Ignacio, tan al sur de la provincia, donde la Mata Atlántica va perdiendo su espesor para dar lugar a una más humilde selva ribereña. El resto del artículo es una presentación de la “verdadera naturaleza” de las voces del bosque. «No hay en Misiones, dice Quiroga, pájaro de monte que sepa cantar».
El chico, a pesar de “haber nacido en el monte”, escribe como el que nunca ha pisado la selva. «Embebido en una milenaria retórica tropical». Lo que él registra responde menos a la observación que al género “composición poética del perfecto escolar”. Escribe a partir de una serie de lugares comunes y reglas de lo que es “escribir bien y bonito”; sobrecarga el texto de adjetivos, emplea palabras complicadas y rimbombantes, recurre a los tópicos del imaginario tropical. No escribe sobre lo que ve sino como se supone que debe escribir.
Quiroga tira un primer concejo de cómo narrar la selva: no intentar ser poético. En otras palabras, no confundir el momento del “registro” con el de la creación artística. El segundo consejo lo aprende con Hudson: para narrar —esto es, para contar cómo se comportan las cosas—, las palabras clave son los sustantivos y los verbos; la indicación es no abundar en todo lo demás. Lo que hace en realidad es distinguir dos operaciones discursivas. La narración, en la que prima el verbo de acción —y los sustantivos adosados—, por un lado, y la descripción, territorio del adjetivo y los verbos de estado —“ser”, “estar”, “parecer”—, por otro.
Lo que consigue es un texto ordenado que no intenta reflejar o evocar el monte; es consciente de que la naturaleza del lenguaje y la Naturaleza en sí no son semejantes ni intercambiables. Pero esto no detiene al texto como registro de la observación; hay un tercer consejo: no contar lo que no se ve. O, más bien, se trata otra vez de distinguir dos procedimientos; no hay que mezclar el momento de la observación —o de la escucha— con los de ausencia —aquellos en los que no estamos mirando nada.
En más de una ocasión Quiroga hace intervenir en estos artículos sus hipótesis personales, sus valoraciones o sus saberes previos —ya tengan su origen en la lectura o en lo que cuentan los vecinos—. Pero no se apura, no confunde una operación con otra. No quiere hacer una cosa mientras hace otra distinta. Imaginemos ahora este mismo ejercicio ya no en la columna de una revista, sino en el momento de anotar lo visto en campo, con el animal vivo, en movimiento, imponiéndonos su tiempo.
Aunque parece proponérselo, Quiroga no cae en la “estampa”, en la imagen estática. El espíritu de cuentista le puede y hace intervenir en sus artículos sobre animales la anécdota y el movimiento. Es decir, los momentos de observación reales en que la voz que narra está presente, aunque el sujeto que escribe ni siquiera esté, para ese momento, en el monte. Paradójicamente, aunque la palabra sea por definición la ausencia total del objeto referenciado, es también el más completo aparato de registro. Permite dar testimonio directo de la observación en su totalidad, aunque sea como mera ilusión o artificio.
Grandes observadores de aves comparten, sea por edad o por afición, el ejercicio del cuaderno. No debe ser coincidencia que dos autores de guías de aves de Argentina, el mismísimo Tito Narosky y Bernabé López-Lanús, cuenten con todo un archivo de anotaciones, dibujos y recortes.
Sacar una foto y averiguar después es una modalidad “nueva” de contacto con la naturaleza. Curiosamente, no exige mucha observación. Una vez tomada la foto y seleccionada, no hace falta volver a mirarla; queda esperar que algún amigo, o alguna inteligencia artificial como las de iNat o Merlin, haga el resto del trabajo. No importa lo que uno observa sino lo que uno registra en fotografía. Y a veces, las especies inmortalizadas en la pantalla son imposibles de identificar, justamente, porque no se estaba mirando lo que el bicho estaba haciendo.
Sobre la técnica de Hudson para escribir la vida de las aves ya hablé en mi NewsLetter dedicado a literatura, Prólogos a Cosas.
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Con el sello independiente El Rucu Editor publiqué los libros Malformaciones (cuentos) y Riachuelo (libro ilustrado).
Prólogos a Cosas, NewsLetter dedicado a hablar de Literatura y sus formas.
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